jueves, 10 de febrero de 2011

El oficio de hundirse

Hace unos días vimos la peli 'La última noche del Titanic', en la que se inspiró sin tener nada que ver aquel bodrio complaciente de James Cameron, Leonardo di Caprio y tal. La primera versión rebosa crítica social, mientras que la reciente es un pasteleo conservador en el que se copian escenas de la cinta primigenia, se omiten ironías y se tapa aquel escándalo con la más estúpida historia de amor jamás contada. En el Titanic original, los suntuosos salones son un cacareo de aristócratas y nuevos ricos, los telegrafistas desoyen las advertencias de hielo porque están ocupados transmitiendo chorradas, un barco cercano ignora las bengalas de socorro porque piensa que son cohetes de fiesta, el pasaje juega en cubierta al fútbol con los trozos desprendidos del iceberg, los vigilantes iluminan con la linterna los zapatos de una pareja de amantes para comprobar que no se han colado en primera clase, las señoras se quejan de la incomodidad de los botes salvavidas a los que no podrán acceder los de tercera y los supervivientes reman rápido para que no se les encaramen los náufragos que chapotean en el agua. En su 'remake', Cameron omitió demasiadas escenas y se concentró en las más edulcoradas, en los músicos que tocan hasta el final y en el ingeniero que se hunde con el barco. Me pregunto si, ahora que la riqueza es la máxima aspiración y la propiedad el más sacrosanto de los principios, se admiten todavía discursos así de críticos con lo evidente.

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