viernes, 1 de abril de 2011

El oficio de desconocerse (V)

El pensamiento es un software muy avanzado que permite dar una continuidad a ese otro software llamado atención, en el que van entrando píldoras de esto y de lo otro como disparos de máquina de fotos. El pensamiento, como dice la sabiduría popular, fluye. Vamos, que se presenta en estado líquido, como un reguero que discurre hasta empantanarse en obsesión. Y la atención son las piedras que caen sobre el arroyo del pensamiento, a veces desviándolo y otras solo importunándolo. En realidad, los expertos coinciden en que el pensamiento discurre, pero dicen que lo hace como las pelotillas de zarzas secas que se ven en las pelis del oeste, esto es, sometido a unos procesos de apertura y cierre, de revisión y comprobación obsesiva, de repetición y demás. Al margen de esto, el pensamiento parece trazar una línea a su paso. Ahí quería llegar yo. Una línea a la que no se la puede someter a demasiada presión externa porque si no, se rompe y se va el santo al cielo. La alienación tecnológica amenaza con convertirse en una intrusiva exigencia que continuamente y sin descanso nos quiebra la línea del pensamiento, el plácido discurrir de las ideas. Una tarea resulta interrumpida bruscamente por otra tarea, a la que interrumpe bruscamente otra tarea, y luego otra, sin que al final podamos recordar dónde empezaba todo. El móvil, los banners, la sobreinformación televisiva no hacen sino condenarnos a una sociedad de la interrupción, del pensamiento fracturado, en la que ni siquiera es posible sedimentar ideas ni cristalizar ni fosilizar nada. Y lo peor de todo es que hay gente que se mosquea si no le devuelves en cinco minutos la llamada con la que acaba de estropearte un feliz pensamiento.

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