Somos fruto de un afortunado equilibrio. La atmósfera terrestre tiene una proporción de oxígeno del 21%, la exacta para permitir la vida. Un poco más provocaría su combustión. Un poco menos la haría irrespirable. Vivimos en una cuerda floja de latidos, de radiaciones solares y lluvias de meteoros. Un soplo cósmico podría mandarnos a andrómeda en cualquier momento. Y sin embargo, como dice Baltasar Gracián, nosotros mortales vivimos como si nunca fuésemos a morir. Vivimos al contrario que los dioses, quienes, pese a ser eternos, se entregan al frenesí y la sed del condenado a muerte. Los humanos nos aferramos a la vana ilusión de enraizarnos en la nada, de levantar una casa y planificar una jubilación. Como si cualquiera de estos gestos realmente importara bajo esta eterna y amenazadora noche.
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