viernes, 21 de enero de 2011

El oficio de vivir

Cuando me emancipé y saqué los trastos de mi habitación de adolescente, mi madre apenas tardó unas horas en vaciarla. Tiró los póster, las estanterías y la cama en la que yo había ido estirándome poco a poco durante muchas fiebres, hasta el penoso día en que mis pies asomaron por debajo del edredón y asomaron también a la intemperie del mundo. Mi madre tiró mis cosas y adecentó la habitación con horrible gusto para la llegada de la tía del frasco, decía. A qué desconocida tía del frasco podría agradarle aquella estrafalaria decoración, me preguntaba yo, con la maleta hecha. Cuántos tornillos le faltarían a esta tía del frasco que no recuerdo ni he visto nunca en fotografía, me repetía mientras cerraba la puerta. Al cabo de los años, mis padres murieron, mi hermano habitó el piso y los hijos de mi hermano lo repoblaron de infancia. A mí me fue yendo mal en la vida y me fui hartando de todo. A la mierda, me decía a cada paso en este mundo de intemperies al que un día había asomado los pies por debajo del edredón. Me quedé sin afectos y, lo que es peor, sin dinero. Mi hermano se ofreció por fin a acogerme en su casa, y yo dije que sí, no tengo otro sitio donde ir, qué quieres que te diga, qué mejor que regresar al piso de mi adolescencia, y así hice, y de regalo a mis sobrinos les llevé un grillo que había capturado y que guardé en un frasco y que tenía las patas frías, y al entrar en mi nueva habitación, digo vieja habitación, a esa habitación mía de la infancia, noté una estrafalaria decoración y escuché a uno de esos mocosos sobrinos míos decir entre risas mira, mira quién ha venido, la tía del frasco.

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