Me piden insistentemente que diga unas palabras sobre mi victoria en el campeonato mundial de pulso chino de 1983, celebrado en Budapest, en aquellos años en los que este deporte, más aun que el ajedrez o la carrera espacial, enfrentaba como ninguna otra cosa al bloque capitalista con el soviético. Washington dejó aquel año participar a España en la fase final de los mundiales como premio por la reciente entrada en la OTAN. Eurovisión y el campeonato de pulso chino ponían fin a lustros de atávico aislacionismo. Tras firmar un documento en el que me comprometía a no criticar la energía nuclear y en el que perjuraba contra el enemigo comunista, pude tomar parte en el campeonato. Me impresionó ver a los representantes americanos y rusos con el dedo gordo encapuchado. Sólo descubrían sus enormes falanges para competir, y el resto del tiempo las sometían a friegas e hidrataciones con vaporización. Sin embargo, fui capaz de ganar a todos, e incluso de vencer al yugoslavo en la final, gracias a la dieta de cerdo y avellanas con la que mi pulgar adquirió enorme fibra y mayúscula velocidad. Creo que fue ese momento, y no la entrada en la Comunidad Europea tres años después, el que puso a España en el mapa. Sobre la decadencia posterior del pulso chino como disciplina deportiva, sabéis que este asunto me entristece, así que prefiero no hablar más.
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